Así era y se vivía en el barco más importante del Imperio español

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Así era y se vivía en el barco más importante del Imperio español

El galeón fue la embarcación por excelencia del imperio durante más de tres siglos.
España fue la mayor potencia del mundo entre los siglos XVI y XVIII. La clave de su éxito estuvo en el control de los mares y para ello necesitó un despliegue descomunal de navíos. Entre ellos, destacó el galeón español, un modelo de barco característico de España que cubría todas las necesidades de la nación en cuanto al comercio y la defensa de sus posesiones. Si tuviéramos que hacer una historia de España según los instrumentos y medios utilizados a lo largo de los siglos, el galeón encabezaría la lista de los más importantes.

Replica con el que podemos observar la estructura de un galeón.

¿Cómo eran los galeones españoles?


El Descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón en nombre de la monarquía hispana supuso un cambio de rumbo en la historia del mundo. Las riquezas extraídas del Nuevo Mundo fueron explotadas por España hasta posicionarse como la nación más importante de la Cristiandad. Para continuar su expansión, mantener el control de sus conquistas y transportar sus preciados metales, España tuvo que crear un navío versátil que cumpliera con los requisitos necesarios para llevar a cabo estos menesteres cruciales. Fue así como se le acabó dando forma al galeón español, una adaptación del galeón estándar y su poderío en combate, pero con un tamaño menor y procurando la velocidad y agilidad de las carabelas portuguesas. Esta embarcación fue decisiva para conformar el Imperio español desde que empezaron a construirse en la década de 1530.

Sin embargo, la velocidad a la que podía navegar el galeón fue disminuyendo en favor de aumentar el tamaño de los barcos y, por tanto, su capacidad para transportar más mercancía, que osciló en portes de entre 500 y 1200 toneladas. Conforme los metales preciosos iban llegando a Europa en mayor cantidad, el Atlántico se convirtió en un lugar peligroso, por lo que el casco de los galeones ganó en grosor para soportar mejor las posibles andanadas disparadas desde naves enemigas.

Lo habitual es que estas embarcaciones tuvieran entre 30 y 50 metros de eslora, y 12 o 15 metros de manga, pero hubo grandes galeones de hasta 60 metros de proa a popa. En España destacaron los astilleros vascos y andaluces, que tuvieron sus homólogos en La Habana y Filipinas a medida que el comercio de las Indias se fue expandiendo. Se estima que hicieron falta unos 2000 árboles para adquirir la madera necesaria para un galeón, cuya construcción podía alargarse durante dos años.

La estructura consistía en dos o tres cubiertas con una proa en forma de pico, donde se colocaba el mascarón, y un castillo de popa alto. Aunque el término “galeón” proviene de “galera”, este barco no se propulsaba con remos, sino que su avance depende de las velas, cuadradas o triangulares, repartidas entre los tres o cuatro mástiles que se levantaban sobre la cubierta principal del navío. La distribución de la combinación de velas y la pericia de la tripulación eran capaces de que un galeón navegase a 8 nudos, es decir, unos 14 kilómetros por hora. En los extremos más altos de cada mástil ondeaban en el aire banderas con el escudo de armas de la monarquía española.

Un barco para la guerra y el comercio

La versatilidad del galeón español se demuestra con las dos vertientes para los que se utilizó. Su eficacia militar estuvo fuera de dudas. Este barco pertrechado con unos 40 cañones se convertía en una rocosa pieza de artillería en la mar que trajo de cabeza a las demás potencias europeas y a los temerarios piratas que intentaron asaltar barcos españoles. Los galeones de guerra fueron la principal escolta de la Flota de Indias, la organización naval con la que se transportaban dos veces al año la plata, el oro, las piedras preciosas y las especias desde América al puerto de Sevilla. La protección era similar en el conocido como Galeón de Manila, una flota ideada como la que navegaba por el Atlántico, pero en el Pacífico, donde conectaba comercialmente América con Filipinas y China.

Un cargamento tan valioso y cuantioso como el que podían cargar estas embarcaciones, resultaba un bocado demasiado tentador. Sin embargo, ni las potencias rivales de España ni la edad de oro de la piratería supusieron un gran problema para el Imperio español. Tal y como se puede leer en el libro El oro de América:

“Hollywood miente. Es hora de decirlo a las claras. Las fuerzas de la naturaleza y el inmenso y oscuro mar, más que los piratas o los buques de las naciones con las que se mantenían conflictos, fueron los auténticos enemigos de los barcos cargados de tesoros que cubrían la Carrera de Indias, la extraordinaria ruta marítima que unía los territorios de la monarquía a través del océano Atlántico”.

A bordo de un galeón

Sevilla y su puerto en el siglo XVI:
salida y llegada de la Flota de Indias.
 
El cine y las novelas también han romantizado la vida a bordo de los barcos la Edad Moderna con aires de libertad y aventura en lo que realmente era una lucha por la supervivencia en un entorno implacable. Entre 120 y 300 personas podían navegar a bordo de estos galeones sumando la tripulación y los pasajeros, lo que suponía una falta total de intimidad y comodidad en viajes que se alargaban durante meses.

“Las condiciones de hacinamiento y la poca posibilidad de bañarse adecuadamente significaban que un galeón estaba plagado de todo tipo de pasajeros altamente indeseables. Las ratas en la bodega, las cucarachas en las cubiertas, los gusanos en la sopa, los insectos en la ropa de cama y los piojos en el cuerpo eran parte del viaje marítimo”.
Es por ello que infinidad de hombres y mujeres que subieron a bordo de algún galeón sufrieron alguna enfermedad contraída a bordo por la falta de higiene y una dieta que empeoraba con el paso de los días en alta mar ante el deterioro de los alimentos. No debe ser fácil imaginar desde nuestro confortable siglo XXI el alivio que debía sentir un marinero al pisar tierra firme cuando su barco llegaba a buen puerto.

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Isabel contra Juana: la guerra por el trono de castilla

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Isabel contra Juana: la guerra por el trono de castilla


A la muerte de su tío Enrique IV, Isabel la Católica se embarcó en una guerra civil contra la hija del soberano, su sobrina Juana la Beltraneja, que marcaría para siempre la historia de España.

En 1474, Enrique IV de Castilla murió tras doce años de conflicto provocado por la herencia de la corona: las dos candidatas eran su hija Juana e Isabel, su media hermana por parte de padre. La decisión dividía a la nobleza castellana, ya que no se trataba solo de escoger a la nueva reina sino también las alianzas internacionales y las aspiraciones del país. La elección de Juana, casada con el rey de Portugal, significaba consolidar el control sobre la costa atlántica de África, disputada entre ambos reinos; mientras el matrimonio de Isabel con el heredero de la corona de Aragón que sería conocido como Fernando el Católico era una apuesta por la influencia en el Mediterráneo.

Isabel I de Castilla representada en una parte del cuadro apodado "La Virgen de la mosca", de 1520 y de autor desconocido.

La enfermedad final del rey Enrique precipitó este conflicto sucesorio: Isabel, apoyada por la mayoría de la nobleza y por el reino de Aragón, había sido designada sucesora por su hermano. Por su parte, Juana contaba con el respaldo de las vecinas Portugal y Francia, que temían que la unión de los reinos de Castilla y Aragón diera como resultado un adversario demasiado poderoso en sus respectivas pugnas por la costa africana e Italia. Sin embargo, sobre ella pesaba la sospecha de no ser hija natural del rey, sino de su valido Beltrán de la Cueva, por lo cual ha pasado a la historia con el nombre de Juana la Beltraneja.

La Guerra de Sucesión Castellana enfrentó a los partidarios de los Reyes Católicos y a aquellos que apoyaban a Juana "la Beltraneja", sobrina de Isabel.

JUEGO DE TRONOS EN CASTILLA

Apenas muerto el monarca anterior, en diciembre de 1474, los partidarios de Isabel la proclamaron reina; los de Juana, por su parte, buscaron el apoyo del rey Alfonso V de Portugal, invitándole a casarse con ella y reclamar la corona conjunta de Castilla y Portugal en mayo de 1475. Como resultado estalló la Guerra de Sucesión Castellana, que determinaría no solo el rumbo de los reinos implicados sino también de la historia mundial.

A pesar de que ambos bandos disponían de un poderío militar notable, el bando juanista no contaba con suficientes apoyos en Castilla y concentró sus esfuerzos en la zona fronteriza con Portugal, sin poder avanzar para unir fuerzas con el ejército de Francia: Luis XI había enviado tropas para intentar forzar su entrada en la península a través del Reino de Navarra, pero estas fueron rechazadas; el rey francés, ocupado en su propia guerra contra el Ducado de Borgoña, renunció a intervenir de nuevo en el conflicto.
La propaganda isabelina propagó la historia de que su sobrina Juana no era hija de Enrique IV, sino de su valido Beltrán de la Cueva, lo que la desposeía de toda legitimidad para heredar el trono.
En marzo de 1476, el ejército de Alfonso V se encontró frente a frente con los isabelinos en las afueras de Toro, no muy lejos de la frontera con Portugal: aunque la batalla terminó sin una victoria militar decisiva para ninguno de los bandos, el rey portugués pudo comprobar la falta de apoyos a su causa y tres meses después decidió retirarse a su país junto con su ejército y la propia aspirante al trono, tras firmar una tregua con Isabel y Fernando. Esta retirada tuvo un impacto decisivo en la moral de los juanistas: buena parte de las ciudades y nobles que habían apoyado a Juana se pasaron al bando isabelino, con lo que la guerra en Castilla podía considerarse perdida.

La batalla de Toro aseguró el trono en manos de Isabel y la unión de las coronas de Castilla y Aragón. Arriba, la lucha recreada en una pintura de 1900.

A pesar de la desintegración progresiva del bando juanista, la guerra continuó oficialmente hasta 1479, aunque reducida a enfrentamientos en la frontera portuguesa y en el Atlántico, principalmente en la costa de Guinea. El golpe final no lo dieron los cañones, sino el Papa: ambas aspirantes al trono se habían casado con sus primos, para lo cual se necesitaba una bula papal; Isabel y Fernando habían conseguido que su boda fuese finalmente legitimada, mientras que la de Juana y Alfonso fue anulada.

EL PRECIO DE LA PAZ

Viendo definitivamente frustradas sus aspiraciones al trono de Castilla, el rey portugués intentó obtener el acuerdo más beneficioso posible para su país. El pacto al que se llegó, materializado en el Tratado de Alcáçovas, daba seguridad a ambos bandos: Isabel y Fernando renunciaban a cualquier aspiración al trono portugués –sobre el que Isabel podía tener algún derecho, aunque remoto, por parte de su madre–, mientras que Alfonso renunciaba al de Castilla para él y sus sucesores, asegurando de facto la consolidación de Castilla y Aragón para los descendientes de los Reyes Católicos.

Más importante aún para Portugal fue obtener la tan anhelada supremacía en el Atlántico, garantizando su acceso a la costa de Guinea, donde conseguía oro y esclavos; mientras que solo las islas Canarias quedaron bajo control castellano. Finalmente, se acordó la boda de la infanta Isabel, primogénita de los Reyes Católicos, con el infante Alfonso de Portugal, entregándola junto con una rica dote que sufragaba el gasto que la corona portuguesa había invertido en la guerra.

El Tratado de Alcáçovas puso fin a la guerra. Juana la Beltraneja renunció a todos sus títulos y posesiones en Castilla y se exilió en Portugal hasta el fin de sus días.
Quien se llevó la peor parte fue, en cambio, Juana la Beltraneja: fue obligada a renunciar a todos sus títulos y posesiones castellanas –aunque siguió firmando hasta el final de su vida como “Yo la reina”–, a exiliarse a Portugal y se le dio a escoger entre dos alternativas humillantes para ella: casarse con el infante Juan, segundo hijo de los Reyes Católicos, cuando este alcanzase la mayoría de edad, o retirarse en un convento. Abandonada por sus partidarios, herida por lo que consideraba una afrenta a su dignidad y traicionada por su antiguo esposo, el cual consideraba que la había vendido a cambio de condiciones de paz más favorables para Portugal, decidió ingresar en el convento de Santa Clara en Coímbra hasta su muerte en 1530.

Registro de la notificación que los Reyes Católicos hicieron a su asistente en marzo de 1480 sobre el Tratado de Alcáçovas, que puso fin a la guerra de sucesión castellana.

El final de la Guerra de Sucesión Castellana tendría a medio plazo un impacto mucho mayor del esperado: privados del acceso a las riquezas de la costa africana, los Reyes Católicos empezaron a explorar nuevas rutas marítimas. Pocos años después, un navegante de nombre Cristóbal Colón presentó, primero a la corte de Portugal y después a la de Castilla, un ambicioso proyecto: llegar a las costas asiáticas cruzando el Atlántico, obteniendo acceso directo a los productos del Lejano Oriente sin tener que pasar por la mediación de los otomanos. Tanto Isabel la Católica como Juan II –sucesor de Alfonso V en el trono portugués– fueron reticentes a sus demandas, que además podían suponer por parte de Castilla una ruptura del Tratado de Alcáçovas por lo que se refería a la supremacía portuguesa en el Atlántico. Finalmente fueron los consejeros de Fernando el Católico quienes allanaron el camino para que Colón partiera en agosto de 1492, como almirante de una pequeña expedición que dos meses más tarde tocaría, sin saberlo aún, suelo caribeño.

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