Los banquetes de los nobles en la Edad Media

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Los banquetes de los nobles en la Edad Media


Comer con las manos tenía su propio código de conducta. La música y el teatro formaban parte de un espectáculo que no dejaba escapar oportunos mensajes políticos.

A finales de la Edad Media, los nobles y reyes de Europa celebraban suntuosos banquetes a lo largo del año en los que el protocolo y los espectáculos no eran menos importante que la calidad de la comida y el servicio. ¿Qué comían en la Edad Media? ¿Cómo eran estas celebraciones de la clase alta? Asistimos a festines en los que el anfitrión expresaba su posición social y económica.

Los preparativos y el protocolo

Los banquetes organizados por los nobles durante la Edad Media nos pueden recordar en ciertos aspectos a los de las bodas actuales. Sobre todo, en cuanto a estructura y la intención de no solo ofrecer una comilona, sino un espectáculo. Sin embargo, la mesa y la manera de comer los productos difieren considerablemente de nuestras formas de hoy día, cuando ya no está bien visto comer con las manos o que varios comensales compartan una misma copa para beber, entre otros aspectos medievales.

Tampoco han variado mucho los motivos para celebrar un banquete, básicamente cualquiera. Desde cualquier acontecimiento político a un funeral, sin pasar por alto, obviamente, bodas, bautizos, y las fiestas importantes del calendario cristiano como Semana Santa y Navidad.

El anfitrión ponía a trabajar a un equipo de servidores dirigidos por el mayordomo, encargado de que se cumpliera a la perfección todo el protocolo. En los banquetes medievales, la jerarquía quedaba patente incluso en lo que se comía. Los mejores bocados estaban reservados al anfitrión y, conforme bajaba el estatus social, es posible que comieran carnes de menos nivel. Por la misma premisa, la mesa del anfitrión se situaba a parte, elevada sobre una tarima y cubierta por un dosel. El resto de mesas se colocaban formando una “U” en torno a la del noble. Los invitados, que procuraban vestirse con sus mejores galas, se sentaban únicamente por el lado exterior de la mesa, dejando el interior libre para facilitar el trabajo del servicio. Además, el estatus social de cada uno marcaba su sitio: cuanto más alto en la sociedad, más próximo al anfitrión.

Las mesas se cubrían con varias capas de manteles, algunos de ellos servían para limpiarse la boca y las manos, y se iban retirando según avanzaba el servicio, aunque sabemos que la corte aragonesa ya utilizaba servilletas en el siglo XIV. En otras ocasiones, los comensales disponían de recipientes con agua para lavarse las manos entre plato y plato. La razón de este constante aseo es porque los platos principales se comían con las manos.

No había tenedores

La cubertería estaba formada por platos lujosos, copas, cucharas y cuchillos, pero el tenedor no se extendió como una herramienta de uso cotidiano hasta el Renacimiento. Por tanto, se comía con las manos. Eso sí, no eran unos salvajes, había maneras elegantes de comer con las manos. De hecho, las “Partidas”, el código legal redactado durante el reinado de Alfonso X, apuntaba que los trozos de carne debían cogerse con dos o tres dedos como mucho.

Además de los platos y bandejas de reluciente oro y plata, también eran lujosos los recipientes destinados a contener sal y especias, productos muy caros por entonces. Tener en la mesa especias de origen exótico como el azafrán o la pimienta era toda una distinción social. No en vano, el descubrimiento de América y la Primera Vuelta al Mundo fueron procesos que tuvieron lugar por un único objetivo: encontrar el camino a las islas de las preciadas especias. También había copas y vasos finamente ornamentados, pero no solían ser individuales, sino que se compartían. Claro, luego se sorprendían con las epidemias.

¿Qué comían en la Edad Media?

El “Llibre del coc” es uno de los recetarios medievales más destacados. Fue el primer libro de cocina impreso en la península Ibérica. Escrito en 1520, tiene por autor al Mestre Robert, considerado el cocinero del rey Fernando I de Nápoles. En él podemos encontrar toda la variedad de productos que se consumían, así como entender el concepto del momento sobre las comidas.

Los banquetes solían abrirse con fruta y otros productos de temporada, seguido del “potaje”, que podía ir desde un caldo a un estofado. A continuación, venían los platos principales, normalmente a base de carne, el producto por excelencia de los adinerados, más valorada que el pescado. La carne de ciervo, jabalí, perdices y otros animales de caza era la más codiciada, seguida por la de aves de corral y la de ternera o carnero. Todo regado con vino, cerveza, hidromiel, sidra y acompañado de pan.

La alta cocina medieval


Tan importante como comer era la presentación de la comida y el espectáculo que amenizaba el festín. Al igual que la alta cocina de nuestros días, en la Edad Media se buscaba sorprender con experiencias distintas. Claro que según la estética y preceptos del momento.

Existía cierta moda en presentar los animales asados conservando su forma natural y revestidos con decoraciones llamativas. Hubo pavos reales asados a los que volvieron a cubrir con el plumaje de su cola abierta. Se recreaban castillos a base de carne y en la coronación de Fernando I de Aragón se sirvieron pasteles de aves dentro de jaulas de las que salieron volando aves de verdad.

El espectáculo continuaba con teatros y números musicales interpretados en intermedios. Las obras representadas solían contener algún mensaje político que también jugaban un papel importante en el banquete. En estos instantes se servían gelatinas de carne, pasteles, buñuelos o cerezas, siempre pequeños bocados para que los comensales no tuvieran que dejar de presenciar el espectáculo. Tanto se unificaron ambos conceptos que la pequeña obra teatral y el bocado comparten hoy día una misma voz: el entremés.

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Códices mexicas

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Códices mexicas


Códices mexicas, son documentos escritos en la era colonial azteca; copia de documentos perdidos que datan de la época precolombina; son estos el Códice Borbónico, el Códice Mendocino, la Tira de la Peregrinación o Códice Boturini y Matrícula de tributos. 

Estos códices son la mejor fuente primaria que se tiene de la cultura azteca, revelando cómo era la vida religiosa, social y económica de los antiguos mexicanos. Estos difieren de los códices europeos en su contenido altamente pictórico y en que no están destinados a simbolizar narraciones habladas o escritas.

Estos códices no tienen exclusivamente pictogramas aztecas, sino también náhuatl clásico, castellano y ocasionalmente latín.

Aunque actualmente se tiene acceso a muy pocos códices anteriores a la conquista española de México, se sabe que el oficio de tlacuilo cambió considerablemente con la cultura colonial. 

Los académicos cuentan con acceso a una colección de códices y documentos del lenguaje náhuatl de la época colonial, los cuales son los textos fundacionales de la nueva filología de esta lengua, los cuales se utilizan para crear trabajos académicos desde el punto de vista indígena. 

Los códices mexicas también se pueden definir como dibujos, ya que los mexicas escribían de esta manera, a esto se le llama escritura pictográfica.

Códice borbónico

Códice borbónico.
El Códice borbónico es uno de los llamados códices mexicas precolombinos o de comienzos de la época colonial española. Está realizado en papel de «amate» y plegado en forma de acordeón. Sus hojas miden aproximadamente 39 x 39,5 cm.

Estuvo guardado en la biblioteca de El Escorial, España hasta la guerra de la Independencia cuando, posiblemente, fue robado. Después llegó a Francia de forma desconocida y con las primeras y últimas hojas arrancadas. En 1826 fue comprado por la biblioteca de la Cámara de los Diputados de París.

El manuscrito se compone de cuatro secciones:

✱ La primera es un tōnalpōhualli, almanaque adivinatorio de 260 días.

✱ La segunda parte muestra la asociación de los 9 Señores de la Noche con los días portadores de los años durante un período de 52 años.

✱ La tercera es una relación de las fiestas calendáricas de los 18 meses de veinte días que componían el año azteca (junto con 5 días finales considerados de mala suerte).

✱ La cuarta establece las fechas durante un período de 52 años.


Códice Mendoza

El Códice Mendoza (o Mendocino) es un códice de manufactura mexica, hecho en los años 1540 en papel europeo. Posterior a la Conquista de México, fue elaborado por tlacuilos (escribas pintores) mexicas, quienes usaron el sistema pictoglífico antiguo sobre un formato de tipo biombo. Después, un escriba español añadió glosas en escritura alfabética y en castellano interpretando lo plasmado por los tlacuilos con ayuda de intérpretes indígenas.

Códice Mendoza
Debe su nombre al hecho de que fue encargado por el primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, que desempeñó su cargo de 1535 a 1550, para enviar a Carlos V informes sobre los mexicas. Probablemente sus fuentes sean varios códices originales copiados por los tlacuilos aunque alguna de sus partes fuese obra original de los indígenas especialistas en esta actividad. Parece claro que la llamaran "Matrícular", la sección segunda.

Contenido

Originalmente el códice fue concebido en el formato antiguo a manera de biombo, pero después de entregarlo a los españoles, estos pensaron que el rey de España no entendería el códice y decidieron reconstruirlo y agregar anotaciones a los dibujos para explicarlos, en este proceso se perdió la gran parte del verdadero significado de los dibujos y sus colores, así pues el códice quedó constituido por 71 hojas, con filigrana de manufactura europea, encuadernadas hacia el siglo XVIII, dividido en tres partes:

✱ Sección I (16 páginas), en la que se enumeran los gobernantes mexicas y sus conquistas desde 1325 a 1521.

✱ Sección II (39 páginas), donde se muestran los altépetl sometidos al dominio mexica y sus tributaciones. Probablemente sus autores se basaron en la Matrícula de Tributos, así como en otros códices antiguos e informantes indígenas.

✱ Sección III (16 páginas), donde se dibujaron aspectos de la vida cotidiana de los mexicas.

Y en la última se daban descripciones detalladas del nombre en sí.

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Tartessos

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Tartessos: el enigma del reino perdido de la península ibérica


El origen de la enigmática cultura orientalizante del sur de la Península Ibérica ha dado pie a un sinfín de hipótesis, ¿eran fenicios o tal vez sean la Atlántida perdida de Platón? Lo más probable es que se trate de una cultura local.

Tartessos en la península ibérica

La mayoría de historiadores lo tiene claro: el primer autor que mencionó a Tarsis se estaba refiriendo a las relaciones comerciales que los israelitas mantenían con Tartessos, el reino situado más allá de las columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), en el Bajo Guadalquivir, que rigió el mítico rey Argantonio. Desde esta primera mención, el aura enigmática en torno a Tartessos no se ha desvanecido. Viajeros, filólogos y arqueólogos se han lanzado durante decenios a la búsqueda de los restos de aquella civilización que floreció entre los años 1000 y 500 a.C., para desaparecer luego y caer en un olvido silencioso que ha durado hasta hace poco, inmersa en una nebulosa de incertidumbres y conjeturas.

Tartessos y la Atlántida

El interés por la misteriosa Tartessos se remonta a la Antigüedad. Diversos historiadores y viajeros griegos de los siglos VI al IV a.C. dejaron constancia de lo que se sabía, o creía saberse, sobre aquella civilización. Tal fue el caso de Hecateo de Mileto, de Heródoto y, sobre todo, de Avieno, que en su Ora marítima hablaba de un río llamado Tartessos que ceñía la isla en la que se encontraba la ciudad, también denominada Tartessos. Otro autor del siglo IV a.C., Eforo, se refería igualmente a "un mercado muy próspero, la llamada Tartessos, ciudad ilustre, regada por un río que lleva gran cantidad de estaño, oro y cobre de Céltica".

A todos ellos se sumó una referencia aún más intrigante, la de la Atlántida cantada por Platón en sus Diálogos, particularmente en el Timeo, y que muchos no dudaron en identificar con Tartessos. ¿A qué, si no, podría aludir Platón cuando describe la Atlántida como "una gran isla, más allá de las columnas de Heracles, rica en recursos mineros y fauna animal"?

Incluso arqueólogos contemporáneos han creído hallar los restos de la Atlántida en la región tartesia. Pero, de momento, se trata de una conexión imposible, basada más en las fabulaciones que en las certezas. Tal es caso de la tesis del francés Jacques Collina-Girard, que ubicó en 2001 la Atlántida en la isla Espartel, a medio camino entre Cádiz y Tánger; y de los avistamientos de Rainer Kuehne, quien en 2004 dijo haber localizado con imágenes aéreas los vestigios del templo de "plata" consagrado a Poseidón y el templo "dorado" levantado en honor a Cleito en la Marisma de Hinojos, cerca de Cádiz.

Al margen de la cuestión de la Atlántida, el primer autor que intentó localizar con exactitud Tartessos fue un filólogo, Antonio de Nebrija, responsable de la primera gramática castellana. En 1492, Nebrija identificó Tartessos con el río Betis (Guadalquivir) y con el paisaje de brazos marinos que formaba el río en su desembocadura. Pero las conjeturas de Nebrija, emitidas desde la intuición, no contaban con ningún tipo de respaldo arqueológico.

Tras las riquezas de Argantonio

La investigación arqueológica se hizo esperar hasta el siglo XIX. El primero que removió las entrañas andaluzas en busca de Tartessos fue George Bonsor, un pintor anglofrancés que quedó fascinado por los paisajes de Andalucía y que, desde la década de 1880, cambió lienzo y acuarela por pico y pala en cuanto comprobó el potencial arqueológico que se extendía bajo sus pies. Nadie le había enseñado a excavar, pero su ilusión pudo más que su bisoñez. Bonsor recuperó un alijo de piezas tartésicas en diversas necrópolis sevillanas como las de Cruz del Negro, Carmona, Setefilla y Cerro del Trigo.

Bronce tartésico conocido como «Bronce Carriazo»

A Bonsor lo siguió el alemán Adolf Schulten, gran impulsor de la investigación en el yacimiento de Numancia, de donde salió enemistado con las autoridades culturales españolas. Schulten quería seguir el ejemplo de su compatriota Schliemann, que había desenterrado Troya gracias a su fe en las fuentes clásicas. La Ora marítima de Avieno sería para Schulten lo que la Ilíada había sido para Schliemann; y el Coto de Doñana haría las veces de colina de Hissarlik, en Turquía, donde Schliemann encontró, en 1873, la Troya cantada por Homero.

Schulten pretendía demostrar que Tartessos yacía en las Marismas de Doñana y pasó a la acción con la ayuda de Bonsor. Se hizo con las herramientas necesarias y dirigió la ambiciosa aventura de localizar allí Tartessos. Pero al final lo único que encontró fueron unas ruinas de época romana en el llamado Cerro del Trigo. Schulten fracasó, pero su contribución no dejó por ello de ser importante. Su obra Tartessos, publicada en 1924, sirvió para ordenar todos los conocimientos que se tenían sobre la antigua civilización del Guadalquivir y constituyó el punto de partida de investigaciones posteriores.

El tesoro del Carambolo

Todos los testimonios legados por las fuentes se refieren a Tarsis o Tartessos como una civilización de alma metalúrgica: "El más elegante de los mercados, la ciudad del oro y la plata...". Tanto es así que Argantonio, el rey tartesio por antonomasia, lleva la plata (Arg-) incorporada a su nombre.

Pero la literatura se elevó a certeza arqueológica el 30 de septiembre de 1958, el día en que una cuadrilla de obreros que trabajaban en un terreno de un club de cazadores de Sevilla –la Real Sociedad de Tiro al Pichón–, en la localidad de Camas, cuatro kilómetros al oeste de Sevilla, hizo un sensacional descubrimiento: un recipiente de barro en cuyo interior aparecieron 16 placas, dos brazaletes, dos pectorales y un collar. Todas las piezas eran de oro macizo y pesaban casi tres kilos. Después de analizarlas, el arqueólogo Juan de Mata Carriazo concluyó que era "un tesoro digno de Argantonio".

El hallazgo del tesoro de El Carambolo (se lo llamó así por el cerro de 91 metros de altura, de este nombre, en el que se encontró) alborotó los foros científicos cuando muchos se resignaban ya a una Tartessos virtual. El Carambolo se convirtió en la imagen de cabecera de la cultura tartesia y Juan de Mata Carriazo, en el padrino del descubrimiento. Durante tres años, Mata Carriazo excavó el yacimiento que representaba a la Tartessos tangible. Desenterró muros, estudió cerámicas, cotejó niveles estratigráficos y demostró, por fin, que Tartessos no era una alucinación de los autores de la Antigüedad.

Tesoro de El Carambolo, Museo Arqueológico de Sevilla

De este modo, los estudiosos pudieron definir un mapa de la civilización tartesia, que se extendía por la mitad sur de la Península. Diversos yacimientos quedaban, así, asociados con Tartessos: en la provincia de Huelva, los de La Joya y el Cabezo de San Pedro; en la de Sevilla, El Gandul y Carmona; en Córdoba, La Colina de los Quemados; en Bajadoz, Medellín y Cancho Roano, e incluso en Portugal se considera tartesio el yacimiento de Alcácer do Sal. También cabe incluir en el área tartesia la localidad gaditana de Mesas de Asta, la Asta Regia romana. El término Regia es una interesante pista sobre el tipo de organización política del mundo tartésico; investigadores como Manuel Bendala sospechan que alguna élite tartésica gobernó estas tierras antes de que Roma le pusiera nombre.

En años recientes, la cuestión que más debate ha suscitado en torno a la cultura de Tartessos es la de su relación con el mundo fenicio. A partir del siglo VIII a.C., navegantes y comerciantes fenicios fundaron ciudades y factorías en el sur peninsular, especialmente en las provincias de Málaga, Granada, Cádiz, Almería y Alicante; un territorio, pues, muy próximo al de los tartesios, con quienes sin duda los fenicios mantuvieron contactos de todo tipo, tanto económicos como culturales y artísticos.

¿Tartesios o fenicios?

Tradicionalmente, se ha pensado que ambas áreas, pese a la cercanía geográfica y a las relaciones que se establecieron entre ellas, permanecieron sustancialmente independientes una de otra. El territorio nuclear tartesio se ha ubicado tradicionalmente lejos de la costa, mientras que lo fenicio se asocia al litoral andaluz y alicantino. Sin embargo, algunos estudiosos plantean hoy en día que entre tartesios y fenicios se dio una auténtica fusión cultural, hasta el punto de que en términos arqueológicos se hace muy difícil distinguir en muchas ocasiones qué elementos son tartesios y cuáles fenicios.

Ésta es justamente la teoría que mantienen dos arqueólogos sevillanos, Álvaro Fernández Flores y Araceli Rodríguez Azogue, que entre 2002 y 2005 excavaron en el yacimiento de El Carambolo, ampliando la investigación que había llevado a cabo Mata Carriazo décadas atrás. En su opinión, El Carambolo no sería un asentamiento indígena, producto de la civilización tartesia, sino un santuario fenicio, dedicado a la diosa Astarté, que alcanzó su máximo esplendor en el siglo VII a.C. y se abandonó en el siguiente. Una sentencia que reduce Tartessos a atrezzo imaginario y cuya onda expansiva ha sacudido a la comunidad científica.

Ambos autores mantienen que el área de expansión colonial de los fenicios se extendió incluso a Extremadura. Creen que los objetos bautizados como tartésicos (entre ellos, el propio tesoro de El Carambolo) son la expresión colonial de un pueblo semita que se asentó en Cádiz allá por el siglo X a.C. para luego expandirse por la costa y el interior peninsular. De esta forma, El Carambolo sería un santuario fenicio, resultado de un cierto "mestizaje" entre lo semita y lo local. Se podría comparar con la colonización española de América tras la llegada de Cristóbal Colón. Si uno contempla la huella dejada por los españoles en catedrales o iglesias de América Latina, ¿las catalogaría como obras españolas o locales?

Reproducción de la Estela de Bensafrim

Tartesoescépticos


Un congreso celebrado en Huelva en 2011, dio resonancia a las posiciones de los "tartesoescépticos", aquellos que dudan de que Tartessos pueda ser considerada como una cultura diferenciada. El debate se ha trasladado incluso a las vitrinas del Museo Arqueológico de Sevilla. Allí se exponen, también desde diciembre de 2011, las piezas del tesoro de El Carambolo, que durante décadas habían permanecido a buen recaudo en la caja fuerte de un banco. Pero ahora los visitantes leen una nueva denominación de origen: fenicia.

Sin embargo, para la mayoría de especialistas el dictamen de Fernández Flores y Rodríguez Azogue peca de atrevido. Creen, por el contrario, que en El Carambolo sí se advierten rasgos específicamente tartesios. Una evidencia de ello se encontraría en el altar con forma de piel de toro que ha aparecido en el epicentro del recinto sagrado, la misma forma de los pectorales del tesoro de El Carambolo. En ningún santuario fenicio se encuentran altares con este perfil; únicamente en territorio hispano.

Maqueta de Cancho Roano

Otros altares del área tartesia tienen la misma forma que el hallado en el Carambolo, como los de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz) y Cerro de San Juan (Coria del Río, Sevilla). Cuenta el mito griego que Hércules, después de matar al gigante Gerión –el primer rey de Tartessos, según la leyenda–, se apropió de su rebaño de toros rojos, en el que fue el décimo de los doce trabajos atribuidos al héroe griego. Así, pues, el toro es el salvoconducto de Tartessos para no arder en la pira de las invenciones históricas.

El primer autor que intentó localizar con exactitud Tartessos fue un filólogo, Antonio de Nebrija, responsable de la primera gramática castellana
Algunos arqueólogos contemporáneos han creído hallar los restos de la Atlántida en la región tartesia.

Pectoral de oro en forma de piel de toro, procedente de El Carambolo
La obra de Schulten sirvió para ordenar todos los conocimientos que se tenían sobre la antigua civilización del Guadalquivir


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La conquista del polo sur

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Roald Amundsen: la conquista del polo sur


El 14 de diciembre de 1911, el noruego Roald Amundsen se convertía en el primer ser humano en pisar el polo sur tras una temeraria carrera por el desierto antártico con el británico Robert Scott.

En la mañana del 14 de diciembre el tiempo era de lo mejor, como si estuviera hecho para llegar al Polo. No estoy muy seguro, pero creo que despachamos nuestro desayuno bastante más rápido de lo habitual. Al mediodía habíamos alcanzado los 89º 53'. A las tres de la tarde los conductores gritaron un '¡Alto!' simultáneo, la meta había sido alcanzada. Cinco puños curtidos por la intemperie y por la escarcha fueron los que agarraron el asta, levantaron la bandera ondeante en el aire y la plantaron como los primeros en el Polo Sur geográfico".

Roald Amundsen
Así relataba el explorador noruego Roald Amundsen la llegada de la expedición que comandaba al polo sur en 1911. Se había impuesto en una temeraria carrera por el hielo antártico, a decenas de grados bajo cero. Su rival por ser el primero en completar la hazaña era el capitán británico Robert Falcon Scott, al mando de una expedición que llegaría semanas después y cuyos integrantes morirían de frío uno a uno en el trayecto de regreso.

En las antípodas de su sueño

Ese 14 de diciembre, Amundsen y sus hombres los primeros seres humanos que pisaban el polo sur. A pesar de ello, el explorador confesaba: "nunca he conocido a ningún hombre colocado en una posición tan diametralmente opuesta a la meta de sus deseos". Desde la infancia había sentido una extraordinaria atracción por las regiones árticas y por el mismo polo norte, "y aquí estaba yo", admitía, "en el polo sur. ¿Se puede imaginar algo más al revés?".

Dos años antes, Amundsen se había hecho un nombre en el mundo de la exploración polar por ser el primero en navegar del Atlántico al Pacífico por el legendario Paso del Noroeste, la ruta marítima que une ambos océanos a través de las aguas heladas de Norteamérica, una travesía que le llevó tres años.

Amundsen se encontraba a bordo del Fram, el mítico barco usado en las expediciones polares noruegas, completando sus exploraciones árticas y preparando el asalto a su gran sueño, ser el primero en pisar el polo norte, cuando recibió la noticia de que el norteamericano Robert Peary se le había adelantado. En ese momento, recordaría posteriormente, "decidí dar media vuelta y mirar al sur".

Una carrera temeraria

El explorador noruego mantuvo sus planes en secreto para no alertar a la expedición comandada por Robert Scott, que había puesto rumbo al mismo objetivo en julio de 1910 a bordo del buque Terra Nova. Animados por los éxitos de su compatriota Ernest Shackleton que en 1907 se había quedado a 180 kilómetros del polo sur, los británicos estaban seguros que esta vez lograrían su objetivo y engrandecerían el prestigio del Imperio Británico en la historia de los descubrimientos.


En una escala en Australia, el 12 de octubre, Scott leyó un escueto telegrama enviado por Amundsen: "Me dirijo a la Antártida". De esta manera comenzaba de manera oficial la competición por ser el primero en pisar el polo sur. Cuando ambas expediciones llegaron a la Antártida, en enero de 1911, establecieron sus bases apenas a 800 kilómetros de distancia y se dispusieron a esperar la llegada de mejores condiciones en la primavera austral para partir hacia su objetivo.

Atormentado ante la posibilidad de que Scott se le adelantase, el 8 de septiembre Amundsen decidió que era el momento de partir rumbo al polo sur sin esperar si quiera la llegada de la primavera. El clima parecía mejorar y el termómetro había subido hasta los 20 grados, pero fue un espejismo. Cuatro días después anotaba en su diario: "Martes, 12 de septiembre. Poca visibilidad. Brisa desagradable del S. -52 °C. Los perros claramente afectados por el frío. Los hombres, tiesos dentro de la ropa congelada, más o menos satisfechos tras una noche en el hielo. Pocos visos de un tiempo más clemente".

Amundsen decidió "regresar sin demora para esperar a la primavera. Arriesgar hombres y animales obstinándome en seguir en camino es algo que descarto por completo. Si pretendemos ganar la partida, debemos mover las piezas adecuadamente; un movimiento en falso y podría perderse todo".

1.300 kilómetros

Esta salida fracasada se saldaría con la pérdida de valiosos perros y la congelación en los pies de sus hombres. Mientras regresaban precipitadamente a su base. "Esto no merece llamarse expedición. Es pánico", dijo a Amundsen el explorador más experimentado del equipo, Hjalmar Johansen. esta censura le costaría el puesto en el grupo que finalmente partiría en busca del polo.

El viaje de 1.300 kilómetros se emprendió por fin el 20 de octubre, con Amundsen y sus cuatro compañeros sobre esquíes detrás de cuatro trineos, cada uno de ellos con una carga de 400 kilos y tirado por 13 perros. Por delante, un arduo camino por un territorio desconocido a través de (y a veces con una caminata extenuante) grietas glaciares, bordeando los abismos y el hielo de las montañas de la Reina Maud y ascendiendo a la meseta polar, con una meteorología imprevisible. Pese a todo, los noruegos llegaron a su destino según el programa y sin incidentes reseñables. "Y así alcanzamos por fin nuestro destino escribió Amundsen el 14 de diciembre de 1911–, y clavamos nuestra bandera en el polo Sur geográfico, la meseta del rey Haakon VII. ¡Gracias a Dios!".

La expedición pasó tres días en el lugar y antes de abandonar Polheim (nombre que dieron los hombres al campamento que levantaron en pleno polo), Amundsen dejó una misiva para el rey de Noruega, Haakon VII, "y unas líneas para Scott, quien presumo será el primero en llegar después de nosotros". La carta garantizaba que se conocería su éxito si ocurriese una desgracia. Que Scott custodiase con honor la carta probaría el éxito de Amundsen.

De regreso, los hombres abandonaron las pro­visiones sobrantes (algunas de las cuales recuperaría agradecido el equipo de Scott). A primera hora del 26 de enero de 1912, los triunfadores polares llegaron al campamento base.


En El peor viaje del mundo el cronista de la expedición británica, Apsley Cherry-Garrad, comparó la operación "de eficacia infalible" de Amundsen con la "tragedia en toda regla" de Scott: el noruego usó perros adaptados al clima polar; mientras que el inglés se movía con ponis y trineos motorizados, que murieron y se estropearon a causa de las extremas condiciones meteorológicas. La expedición noruega se desplazaba con esquíes, sobre los cuales tanto él como sus hombres eran unos expertos; los inglés nunca avanzaban a duras penas, empujando sus propios trineos.

Para acabar, Amundsen jalonó la ruta con tres veces más provisiones que Scott, que pasó hambre y sufrió el escorbuto. Amundsen y su equipo basaron gran parte de su éxito en los perros. Los guiaron con eficacia y rapidez hasta su meta y sus propietarios los trataban con afecto y les habían puesto nombre a cada uno. Esto no impidió que los sacrificaran a medida que avanzaban para comer su propia carne y tener menos bocas que alimentar.

Muerte en el hielo

En mayo de 1928, el dirigible de la expedición italiana de Nobile desapareció sobre el Ártico. Amundsen, que tenía 55 años, se sumó al equipo de rescate internacional, apremiando a sus amistades a costear los gastos de un avión de salvamento.


El 18 de junio, él mismo embarcó en un hidroavión Latham 47 que despegó de la localidad lapona de Tromsø. El avión iba cargado hasta los topes y levantó el vuelo con dificultad, los pilotos de la aeronave llevaban volando tres días sin apenas dormir y no había viento, presagio de bancos de niebla estival y visibilidad peligrosa hacia el norte. La aeronave fue avistada por última vez las cuatro de la tarde abandonando la tierra firme y dirigiéndose hacia el hielo.

Poco después se encontraría cerca de la costa de Tromsø un flotador del hidroavión. El cuerpo de Amundsen y del resto de tripulantes nunca se ha hallado. Nobile, en cambio, fue hallado con vida y rescatado poco tiempo después.

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Estela del Sueño

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Estela del Sueño

La Estela del Sueño, también llamada Estela de la Esfinge, es una estela epigráfica levantada entre las patas delanteras de la Gran Esfinge de Guiza por el faraón del Antiguo Egipto Tutmosis IV en el primer año del reinado del soberano, 1401 a. C. aprox., durante la XVIII Dinastía. Como era común con otros gobernantes del Imperio Nuevo, el epígrafe reclama una legitimación divina para el soberano.


Texto

Texto parcial:

"Ahora la estatua del muy grande Khepri [la Gran Esfinge de Guiza] descansa en este sitio, grande en fama, sagrado de respeto, la sombra de Ra descansando sobre él. Menfis y cada ciudad en sus dos lados vienen a él, con los brazos en alto en adoración su cara, con grandes ofrendas para su Ka. Uno de estos días sucedió que el príncipe Tutmosis vino de viaje a la hora del mediodía. Descansó a la sombra de este dios grande. [Y el] sueño [se apoderó de él] en el momento en que el sol estaba en su cenit. Entonces descubrió la majestad de este dios noble que habla por su propia boca como un padre habla a su hijo, y le dice: "Mírame, obsérvame, mi hijo Thutmose. Soy vuestro padre Horemakhet-Khepri-Ra-Atum. Te daré la realeza [sobre la tierra de los vivientes]....[He aquí, mi condición es como una enfermedad], todas [mis extremidades arruinándose]. La arena del desierto, sobre la que solía estar, [ahora] me cubre; y es para que hagas lo que está en mi corazón que he esperado."

Descripción de la estela

La estela del Sueño es una losa vertical rectangular, de 3,60 m de altura x 2,18 m de anchura, y 70 cm de grosor. La escena superior en un luneto, muestra una imagen doble en espejo de Tutmosis IV realizando ofrendas a la Gran Esfinge.

Análisis



Por entonces, las pirámides de Guiza tenían mil años y el abandono había traído la arena a amplios sectores de las antiguas necrópolis menfitas y la abundancia de animales salvajes la habían convertido en una zona de caza. Pero el culto a los antepasados empezaba a reactivar algunos de los complejos y ya el padre de Tutmosis, Amenofis II había levantado un templo a los ancestros junto a la Esfinge. Allí fue donde el joven Tutmosis dijo haber tenido un sueño durante una partida de caza, donde la esfinge le prometía el trono a cambio de limpiarla de la arena que la semienterraba. Como cuarto en la sucesión, tenía pocas posibilidades, pero así fue.

En la estela el faraón muestra su devoción, pero se adivina una intención política, para reafirmar su legitimidad poco clara. Se suma que es el mismo dios sol quien intercede bajo la forma de esfinge, adivinándose un interés en dar protagonismo a otro ente divino en detrimento del omnipresente Amón de cuyo todopoderoso clero el rey busca un distanciamiento, sugiriendo que empezaban a gestarse las bases que desembocarían en la revolución amarniana y el alzamiento del igualmente solar Atón como único dios por su nieto Akenatón.

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