La infancia en la edad media
J.M.S
miércoles, enero 11, 2023
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La infancia en la edad media: el reto de sobrevivir
Las diversiones y la instrucción eran el anverso de las vidas de los pequeños, siempre amenazados por enfermedades y accidentes.
En la Edad Media, la maternidad era la función primordial del género femenino. Esta exaltación de la concepción no implicaba, en cambio, la valoración positiva de la infancia. Los textos proporcionan numerosos ejemplos de abandono, abusos, palizas e infanticidio. Se veía a la prole como un seguro de vida para la vejez y una mano de obra barata.
Los calificativos con los que se describía a los niños eran más negativos que positivos: inútiles, indiscretos, olvidadizos, inconstantes, indignos de confianza, perezosos, mentirosos, sucios, llorones, caprichosos, volubles y traviesos. En cambio, se admitió que tenían alma, se condenó el maltrato físico y se crearon hospicios para las criaturas abandonadas, como el Pare d’òrfens («padre de los huérfanos»), creado en 1337 por Pedro IV de Aragón.
LA LLEGADA AL MUNDO
Cuando nacía una criatura se seguían las prescripciones del médico Bernardo Gordonio en su obra Lilio de la medicina: se le cortaba el cordón umbilical, se le abrían los orificios (la nariz, la boca, los ojos y el ano) y se lavaba. Una vez realizada la limpieza y la cura del cordón, se le colocaba una bola de plomo en el ombligo y se le envolvía en apretadas fajas para que no se le deformaran las extremidades y para evitar el llanto.
Los niños eran mejor acogidos que las niñas: sufrían menos abandonos, se les asignaban las mejores nodrizas y disfrutaban de más tiempo de lactancia. El nacimiento de más de un bebé en el mismo parto podía traer problemas para la madre, ya que existía la creencia de que los embarazos gemelares tenían su origen en el adulterio: un hijo sería del marido y el otro, del amante.
El bautizo era un rito esencial: con él se lavaba el pecado original y se daba la bienvenida a una nueva alma cristiana. Se solía celebrar el mismo día del nacimiento, pero sin la madre, ya que pervivía la tradición judía de alejar a las mujeres de lugares santos durante varias semanas después del parto.
A causa del elevado índice de mortalidad infantil, a los niños no se les registraba al nacer, sino al cabo de un año, e incluso a los dos años. Y es que el 50% de los bebés morían antes de cumplir el año. Las criaturas que fallecían antes de recibir el bautismo se convertían en seres inquietantes, sin alma, que vagaban sin descanso. Los padres que podían permitírselo peregrinaban a santuarios en busca del descanso eterno de sus infantes; los llevaban muertos, vestidos de blanco, color que simbolizaba la pureza de quienes lo portaban.
La mortalidad infantil fue muy acusada durante la Edad Media. El 85% de los niños morían de enfermedades, con fiebres muy altas. Otros muchos fallecieron por sofocamiento: los bebés dormían en la misma cama que la madre o la nodriza, y ésta los asfixiaba con el peso de su cuerpo. El infanticidio fue otra causa de mortalidad infantil. Los pequeños podían ser asesinados porque eran ilegítimos; por la pobreza extrema de unos padres que no los podían mantener; porque nacían con deformidades o defectos físicos; por intrigas palaciegas...
Se consideraba que los niños deformes eran fruto del pecado de sus padres, de ahí el afán por deshacerse de estas criaturas, con el fin de evitar la vergüenza pública. Muchos pequeños eran abandonados, lo que los abocaba a un futuro incierto del que dan cuenta cancioncillas tan desgarradoras como ésta: «Mi lecho y la cuna / es la dura tierra; / criome una perra, / mujer no ninguna. / Muriendo, mi madre, / con voz de tristura, / púsome por nombre / hijo sin ventura».
La alimentación del bebé descansaba en la lactancia, que podía ser dispensada por la madre o por una nodriza, contratada para este servicio. Durante los días que seguían al parto, la madre no solía alimentar a su bebé, pues se creía que la primera leche materna podía resultar nociva. El tiempo de lactancia variaba entre los dos años para las niñas y los dos años y medio, e incluso tres, para los niños. Entre los nobles y los burgueses existía la costumbre de enviar a los pequeños de la ciudad al campo para que los criaran otros, puesto que se creía que la tranquilidad y el aire puro eran beneficiosos para las criaturas, que regresaban a su hogar cuando ya andaban y hablaban. Esto suponía un doble desarraigo para los pequeños: primero debían partir de su hogar, y abandonar los brazos, la voz, el tacto y el olor de su madre; y después tenían que despedirse de la mujer que les había enseñado todo lo que sabían y lo que eran.
JUEGOS Y LETRAS
Aparte de con juegos y juguetes, los niños se divertían entonando y bailando canciones infantiles. Muchas de esas melodías medievales, recogidas después por los autores renacentistas, siguen escuchándose y cantándose hoy, como ésta: «Cucurucú cantaba la rana, / cucurucú debajo del agua; / cucurucú, mas ¡ay! Que cantaba, / cucurucú, debajo de agua» (Belmonte, entremés de Una rana hace ciento).
Los pequeños también leían, aunque no existían libros escritos especialmente para el disfrute de la infancia, y quienes sabían leer tenían que conformarse con literatura para adultos. Entre los libros más populares figuraban Las Fábulas de Esopo, una obra griega que cuenta historias de animales que hablan, terminadas con una moraleja, como la dedicada a la zorra que no puede alcanzar las uvas y, despechada, abandona su intento con la excusa de que están verdes. La finalidad de estos relatos era la de instruir deleitando, delectare et docere.
En cuanto a las escuelas, las había de diferentes tipos, como las asociadas a parroquias y monasterios, o las fundaciones señoriales; en otras ocasiones, los habitantes de una localidad contrataban a un maestro y, en este caso, las escuelas eran privadas. También se enseñaba en el propio hogar, de la mano de los padres o de preceptores. Se aprendían nociones de gramática, aritmética, geometría, música y teología. Los pequeños de diferentes clases sociales podían educarse juntos. Y en caso de que no lo hicieran, solían estar sometidos al mismo tipo de aprendizaje. Ello permitió que algunos niños de origen humilde llegaran bastante lejos, como Maurice de Sully, un hijo de mendigos que fue obispo de París y mandó construir la basílica de Notre-Dame.
Niños y niñas se educaban en espacios diferentes. Los vástagos de la nobleza pasaban de pajes (entre los siete y los 15 años) a escuderos, y luego, a los 21 años, se convertían en caballeros. Su formación se centraba en el arte militar: tiro con arco y ballesta, lucha cuerpo a cuerpo y con espadas. También se les instruía en la caza, las buenas maneras y la religión. A las niñas de familias acomodadas se las preparaba para ser perfectas esposas y madres. Aprendían a hablar, vestirse y moverse con compostura, y a hacer bellas labores. También se les enseñaba a leer y escribir con el fin de que pudieran leer libros de oraciones, administrar mejor sus bienes y enseñar a sus futuros hijos. La niña que quisiera aprender más tenía que ingresar en un convento; de ahí el axioma aut liberi aut libri, los hijos o los libros.
Pero otros muchos pequeños –niños pobres, huérfanos– no tuvieron oportunidad de instruirse ni de disfrutar de los juegos: su horizonte se limitó a largas jornadas de trabajo. Para ellos, la infancia simplemente no existió.
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Que difícil era para un niño está época de la historia, muy interesante. Un saludo desde ANTIGÜEDADES DEL MUNDO.
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